I.
Allá por los tiempos felices en que parecíamos millonarios gracias al
crédito fácil, los ideólogos estaban muy preocupados porque la población seguía
teniendo mala imagen de los empresarios. Para dar la vuelta a la situación inventaron
un nuevo concepto, emprendedor, que hasta entonces sólo significaba “que
emprende con resolución acciones dificultosas o azarosas”. La idea era
sustituir la palabra desprestigiada por otra con connotaciones positivas, como
en otras lenguas existe, por ejemplo, capitanes de empresa.
Los medios se volcaron en ella y, de la noche a la mañana, el viejo
empresario pasó a ser el nuevo emprendedor. Creo que se juntaron ahí consignas
discretas transmitidas desde los despachos de algunos directores con esa
extraña afición que tienen los periodistas por reproducir lo que les parece lenguaje
actual, aunque carezca de valor (“saltar todas las alarmas”, “cruzar las líneas
rojas”, “ha venido para quedarse”) o sea directamente incorrecto (deflagración
por detonación). Por si acaso, los gobernantes no olvidaron el viejo sistema de
adoctrinar a la infancia y aparecieron planes para introducir una asignatura
escolar de “emprendimiento”, una canción que volvemos a escuchar hoy.
Pero el éxito fue sólo relativo. Si bien obtuvo una victoria que al
principio parecía total, con el tiempo volvieron los empresarios y los
emprendedores quedaron reducidos a los jóvenes empresarios, en especial
aquellos que reproducían el modelo de lo que en inglés llaman “El mito del
garaje de Silicon Valley”. Es decir, uno o varios jóvenes sin experiencia
tienen una idea brillante y, frente a la indiferencia general, trabajan sin
descanso hasta que consiguen que el mundo reconozca su talento y les premie
haciéndoles multimillonarios antes de cumplir los cuarenta.
A fuerza de buscar, encontraron algunos, pero con el tiempo han
acabado por hundirse estrepitosamente, como Jenaro García y su Gowex o,
simplemente, se los ha tragado la tierra.
Ahora la cosa se ha complicado un poquito más con el parto de un nuevo
engendro, las “start-ups”, cuyo significado concreto confieso ignorar (en
inglés sería “arrancar” o “echar a andar”) pero que, por lo que observo, se
aplica sobre todo a Internet y a las aplicaciones para teléfonos inteligentes.
II.
Llegó la crisis y nuestra fortuna de papel se la llevó el viento.
Miles de personas perdían su trabajo a diario, los negocios quebraban y las
calles se llenaron de tiendas, talleres, oficinas y viviendas con carteles de
venta o alquiler. La alegría anterior se transformó en pesimismo, la moral
colectiva estaba por los suelos y los ideólogos se emplearon a fondo para
levantarla. El intento de pintar la situación como mejor de lo que era ― la suave
desaceleración, la recuperación inminente, los brotes verdes ― sólo sirvió
para hacer mofa de un gobierno que perdía prestigio a cada hora que pasaba, de
modo que decidieron que lo mejor era inyectar optimismo.
Eran los tiempos del “Esto lo arreglamos entre todos”, una campaña que
resultaba insultante porque la protagonizaba gente que ya tenía su vida muy
bien arreglada, y como los resultados fueron muy escasos, un nuevo concepto
acudió en su ayuda, reinventarse.
Fue un buen hallazgo, durante una temporada la reinvención parecía la
cura de cualquier mal. Los medios la acogieron con entusiasmo, recuerdo una
portada de El Periódico que anunciaba que “Los Pirineos se reinventan”.
Había dos modelos de historias personales. El primero era el de un
profesional bien remunerado que renunciaba a su cómoda posición para perseguir el
sueño de su vida, que no tenía nada que ver con su ocupación anterior. El
ejecutivo de una multinacional se reinventaba como guía de alta montaña de la
noche a la mañana. El segundo era un parado o asalariado modesto que montaba un
pequeño negocio con mucha ilusión y animaba a todo el mundo a hacer lo mismo.
Aunque no ha desaparecido por completo, la reinvención ha perdido
mucha presencia con el tiempo. Es sospechoso que los periodistas no hayan
vuelto a entrevistar a los protagonistas de los titulares de entonces, pero
cabe suponer que le habrá ido mejor al ejecutivo en su retiro dorado que a la
peluquera en su tienda de artesanía.
III.
Hay que hacer un esfuerzo de memoria para recordar cuándo empezó la
crisis. ¿Estamos en su sexto, séptimo u octavo año? Es una pregunta difícil. El
gobierno dice que las cifras importantes se recuperan con fuerza y que se está
creando empleo. Sin embargo, hay más parados que antes de la reforma laboral.
El empleo que se crea es sólo un ajuste: el abaratamiento de las indemnizaciones
provocó una borrachera de despidos tal que muchos empresarios despidieron de
más y ahora se han dado cuenta de que se les fue la mano y han tenido que
volver a contratar.
Descontado ese efecto, el empleo no mejora y, una vez más, los
ideólogos han de salir a explicarlo. El punto de partida de su análisis es que
los empresarios desean crear el máximo número de puestos de trabajo posible,
por tanto el problema no está en ese lado. Hay una acusación zafia y cruel que
se repite de vez en cuando: los parados no se mueven lo suficiente y prefieren
vivir del subsidio. Es un argumento muy burdo, que provoca rechazo y lleva a
contradicciones tan estúpidas como que los expertos afirmen que el uso de
Internet es básico para encontrar empleo mientras algún político dice que cómo
se atreven a quejarse parados que tienen conexión a Internet en casa. Esta vía
es poco popular, así que sólo reaparece de vez en cuando, entre portavoces de
la patronal y políticos de autoridad municipal.
Más eficaz resultó insistir en la formación continua, el reciclaje y
la cualificación. La formación continua para los trabajadores con empleo y el
reciclaje para los parados se ha revelado, además, como una gran fuente de
ingresos irregulares para las patronales y los sindicatos subvencionados que
las monopolizaban.
La falta de cualificación ha sido una buena explicación hasta que la
gente la ha tomado en serio y se ha dedicado a estudiar y conseguir
certificados. Desde entonces ya no sirve y ha llevado a inventar el concepto
contrario, la sobrecualificación, en un intento de conciliar opuestos. Mala es
la falta y malo el exceso, aunque se guardan mucho de explicar cuál es el punto
exacto.
El último hallazgo en el cajón de las excusas es la empleabilidad,
y hay que reconocer que está cerca de la perfección. Si consigues un trabajo es
porque tienes empleabilidad y si no te lo dan, es porque te falta
empleabilidad. Evidente, como aquellos médicos de Molière que explicaban que el
vino hacía dormir porque tenía “virtud dormitiva”. Nadie sabe en qué consiste,
cómo ni dónde se adquiere, pero deja una cosa muy clara: si no tienes trabajo,
es culpa tuya.
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