lunes, 25 de mayo de 2015

ELOGIO DE LA QUIETUD

I.
Aunque se han ensayado algunas fórmulas más o menos lunáticas para definirla como la impagable Sociedad del conocimiento y la información , el nombre más exitoso para definir a nuestra extraña época es el de Sociedad de consumo. Visto en perspectiva, no deja de ser sorprendente si se investiga la historia de la palabra: “El término “consumo” tiene raíces etimológicas tanto inglesas como francesas. En su forma original consumir significaba destruir, saquear, someter, acabar o terminar. Es una palabra forjada a partir de un concepto de violencia y, hasta el presente siglo, [se refiere al siglo XX] tenía tan solo connotaciones negativas. A finales de los años 20 la palabra se empleaba para referirse a la peor de las epidemias del momento: la tuberculosis. En la actualidad [1994] el americano medio consume el doble de lo que podía consumir a finales de la segunda guerra mundial. La metamorfosis del concepto de consumo desde el vicio hasta la virtud es uno de los fenómenos más importantes observados durante el transcurso del siglo XX”[1].
En efecto, sea como fuere, este invento del siglo XX no es sólo la locomotora de la economía, es mucho más, es la vía a la felicidad. Nunca fuimos más felices que en la época transcurrida durante el segundo mandato de Aznar y el primero de Zapatero, cuando gastábamos lo que teníamos y lo que dábamos por hecho que nos tocaría en el futuro.
Pero es evidente que el consumo es imposible de entender sin el consumidor. Hay quien ha puesto como ejemplo del mayor grado de ciudadanía la figura del consumidor responsable, lo que cuernos quiera eso decir... Aunque sea el más importante, porque sin él no existiría la sociedad a la que define, o viceversa, es el último eslabón de la cadena. La idea, el diseño, la fabricación, la distribución y la promoción sólo tienen sentido si tantos esfuerzos logran atraer al consumidor. Porque haciendo abstracción de que los que están implicados en todas las fases de la producción son, a su vez, consumidores , el consumidor es una figura pasiva que recibe el resultado final y su mayor participación en el proceso es decidir si compra o no. Y aún en el asunto de la elección recibe ayuda, pues no me parece casual que, de la noche a la mañana, el gintonic se haya convertido en la bebida y correr sin que nadie te persiga, la solución a cualquier desajuste físico, por citar sólo dos ejemplos recientes.

II.
El espectador es una variante especializada del consumidor y tiene toda una rama de la producción a su servicio, la poderosa industria del entretenimiento. Siempre me ha llamado la atención la ingenuidad con la que hacen pública su función. Tenernos entretenidos, como a los niños pequeños, para que no hagamos trastadas. ¿Qué trastadas podemos hacer? ¿Qué es eso tan peligroso a lo que nos podríamos dedicar si no estuvieran ellos para distraernos como el padre que juega con el peluche para que el bebé olvide el dolor de encías? Que cada quien imagine...
Aunque sus orígenes son tan antiguos como el poder, que siempre ha temido a la gente ociosa que se reunía fuera de su control, la industria del entretenimiento nació como tal con la invención de las pantallas. Dio sus primeros pasos con el cine, creció con la televisión y ha llegado a su plenitud con los ordenadores, tabletas, teléfonos inteligentes y demás.
El espectador es la definición perfecta de la pasividad. Vive la vida a través de otros, es un consumidor de momentos que no ha creado sino que le llegan ya listos para disfrutar. Su mayor participación consiste en elegir este canal o el otro o decidir si ve la serie siguiendo el ritmo natural de emisión o el que él mismo se marque.
La clave es la identificación, sentirse uno parte de lo que está viendo y, aunque casi todas las series disponen de algún personaje creado expresamente para que el espectador se identifique con él, no es en la ficción donde se produce el grado mayor de trasvase de la personalidad. Esa identificación total sólo se produce en el deporte, especialmente en el fútbol, que para eso se decía antiguamente que era “el deporte rey”, cosa que hoy nadie en sus cabales duda, basta ver las audiencias de un campeonato mundial.
Como apuntaba, es un truco muy antiguo, ya los romanos dividían en verdes y azules a los corredores de carros y los barrios se repartían los apoyos. Pero es un truco que funciona. Sólo apuntaré un detalle: es frecuente escuchar a los aficionados decir que “hoy hemos jugado muy bien”. Sin embargo, ni al seguidor más fanático de un grupo de música se le ocurriría decir que “hoy hemos tocado muy bien”. Sabe que por muy identificado que pueda sentirse con los músicos, no forma parte del grupo, pero los futboleros creen que sí.

III.
Política viene de polis, que era el término griego para ciudad. Vendría a ser lo que afecta a la ciudad es decir, su gobierno , y hay que tener también en cuenta que en aquella época las ciudades griegas eran en realidad estados. La manera que tenían los ciudadanos griegos de intervenir en política era la asamblea. Escuchar las opiniones sobre los asuntos que les atañían, proponer la suya si les apetecía y decidir sobre ellos con el voto, que contaba igual con independencia de que lo emitiera un magistrado o un zapatero. Antes de que alguien presente la objeción, la presentaré yo: en las asambleas no podían participar las mujeres, los extranjeros o los esclavos. Los errores históricos están para aprender de ellos, no para perpetuarlos.
Hoy el papel destinado en política al consumidor y a su vez espectador es el de votante. Un papel activo, que le obliga a desplazarse al colegio electoral una vez cada cuatro años. A cambio de opinar un día, calla y otorga durante mil cuatrocientos sesenta, rumiando cómo se vengará entonces (o no). Pero ha participado. Ha hecho el esfuerzo supremo de reflexionar el día anterior, acercarse al lugar indicado, introducir la papeleta en el sobre, engomarlo y entregárselo al responsable de su mesa. No es poco esfuerzo para un solo día...


IV.
Consumidor, espectador y votante. No puedo evitar imaginar el ocio de ese individuo como una secuencia: de lunes a viernes, sofá y mando a distancia, de serie en serie. El sábado, centro comercial, serie y, si nada se tuerce, el coito semanal. El domingo, sofá y mando, pero para ver “cómo ganamos”. Aunque uno de cada doscientos toca ir a votar...
Alguien me llamará frívolo y quizá con razón, pero si reunimos lo dicho en un solo individuo, no puedo dejar de pensar que el ciudadano ideal para el poder y sus ideólogos sería Homer Simpson[2].



[1] Jeremy Rifkin: El fin del trabajo. Nuevas tecnologías contra puestos de trabajo: el nacimiento de una nueva era. Paidós, Barcelona, (1997), p. 41.
[2] Si alguien tiene la idea de que Homer es abstencionista, recordaré una frase de uno de sus episodios más inspirados: “A mí no me mires, yo voté a Kodos”. Debo añadir aquí que aunque me han procurado muy buenos momentos, no considero a los Simpson especialmente rompedores. No hay que olvidar que trabajan para la Fox, que es una especie de 13TV pero en salvaje...

sábado, 16 de mayo de 2015

VISTA A LA IZQUIERDA



“Derecha, izquierda, la misma mierda”
(Coreado en una manifestación en Barcelona, poco antes del 15-M)



Hace unos días he leído un par de entrevistas interesantes a Owen Jones, que presenta libro nuevo. Reflexiona sobre qué es la izquierda hoy, cuál debe ser su papel y su posible evolución futura.
El problema de la izquierda empieza con su propia definición. Según la Real Academia, “En las asambleas parlamentarias, conjunto de los representantes de los partidos no conservadores ni centristas” y también, “Conjunto de personas que profesan ideas reformistas o, en general, no conservadoras”[1].
Lo primero que me llama la atención es que se trata de una definición puramente negativa: no es conservadora ni centrista. Por contra, la definición de derecha es mucho más clara: “En las asambleas parlamentarias, los representantes de los partidos conservadores” y “conjunto de personas que profesan ideas conservadoras”.
Sí, hay una parte positiva, “que profesan ideas reformistas”, pero sólo complica las cosas, porque durante los cien años que van de finales del siglo XIX a fines del siglo XX la izquierda se dividía en revolucionaria y reformista. Hoy los revolucionarios han sido expulsados de la definición de izquierda. Primero fueron antiglobalización, hoy son antisistema, okupas, radicales y, por supuesto, violentos. Desde luego, gente fuera de lo que los periodistas de orden llaman “el mundo real”, como si hubiera más de uno. Sólo se oye “izquierda radical” en las voces de los tertulianos de ultraderecha, pero hay que decir que llegaron a aplicarle la etiqueta al gobierno de Zapatero.
Me parece un buen reflejo de la realidad. La izquierda no es ni derecha, ni centro, ni revolucionaria. Es reformista, y por eso gritábamos aquello que gritábamos en la manifestación... Hace poco ha habido un debate similar en apariencia cuando Podemos llamó a superar la división en izquierda y derecha, aunque es evidente que sus motivos eran muy diferentes, casi opuestos. Pero si vamos más allá del diccionario, ¿cómo se define la izquierda hoy?
Lo primero que cabe señalar es que sólo quien aspira a tomar el poder necesita definirse o justificarse. El poder se justifica por sí mismo y a quien lo ejerce le basta con su propia existencia. Lo ha dicho Rajoy con su torpeza habitual: hay que votar al PP para que no se malogren el crecimiento económico y la creación de empleo. Zapatero en el 2008, Aznar en el 2000, Suárez en 1977 y 1979 y Felipe González en demasiadas ocasiones, dijeron cosas parecidas.
Lo segundo es que no hay una definición única que los partidos de izquierdas y sus seguidores se apliquen a sí mismos, pero lo que se escucha más a menudo tiene que ver con estar del lado de “los que menos tienen” o “los más desfavorecidos” y evitar que se pierdan conquistas sociales.
Poco satisfactorio. Cáritas y algunas congregaciones de monjas están del lado de los que menos tienen, a veces con una dedicación admirable y, sin embargo, no da la impresión de que se sitúen a la izquierda. En cuanto a los derechos sociales, yo diría que no se trata tanto de oponerse a su desaparición como de saber qué estrategia se piensa emplear para conseguirlo y hasta dónde se está dispuesto a llegar.
La indefinición provoca momentos memorables, como cuando Zapatero y Rubalcaba defendían que bajar impuestos o dejar de fumar era de izquierdas. Disparates aparte, el hecho de que la izquierda no sepa lo que es ni tenga claro lo que quiere conseguir, es un grave problema para los izquierdistas. Sí, está ese objetivo declarado de lograr “una sociedad más justa, con igualdad de oportunidades para todos”, pero es tan abierto que permite que cualquiera se adhiera a él, incluida la derecha más combativa, como está sucediendo en algunos lugares con los repartos de comida “sólo para españoles”, que es lo que ellos entienden por todos.
En un debate electoral entre George Bush hijo y Al Gore el moderador, desesperado tras escucharles un buen rato, les dijo: ¿Pero se diferencian ustedes en algo? Ya sé que republicanos y demócratas no corresponden exactamente a derecha e izquierda como se entienden en Europa, pero me parece revelador. Es cierto que aquí aún hacen el esfuerzo de que los programas electorales sean distintos, pero la decoloración de la socialdemocracia como si fuera una pintura barata y el miedo de la derecha a aplicar su programa hasta el final y provocar la rotura de una goma que ya parece demasiado estirada, han llevado a que las políticas de unos y otros se parezcan cada vez más. Cuando Aznar era presidente, los socialistas criticaban con buenas razones la fragilidad de una economía basada casi en exclusiva en la construcción. El Gobierno respondía mostrando las grandes cifras, que eran cada vez mejores. En esto llegó Zapatero al poder y, como los números seguían cuadrando, se olvidó de lo dicho y no varió una pizca el rumbo. Entonces sucedió algo curioso: el PSOE practicó la política que había criticado y el PP criticó la política que había practicado. Se intercambiaron los papeles mientras miraban hacia otro lado, como si el pasado nunca hubiera existido.

La clave de las contradicciones de la izquierda reside en el reformismo. La idea de que el sistema es recuperable, de que, como dicen ellos, podría existir un “capitalismo con rostro humano” (como si la codicia, la insensibilidad o la pura crueldad no fueran suficientemente humanas...). Tengo la intención de ocuparme pronto  del asunto, pero la obligatoriedad de mantener un crecimiento anual del 3% conlleva dejar la ética al margen a partir de un momento[2]. Por ahora me conformo con decir que en un planeta de recursos finitos la idea de expansión perpetua ha de crear tensiones evidentes a medio plazo, pero los reformistas creen que podría moderarse. Como no es así aunque ellos crean que sí, han de encontrar  un enemigo malvado que perturba su desarrollo lógico. Tiene nombre y fecha de nacimiento: el neoliberalismo. Podemos identificar a los dos villanos que lo impusieron: Ronald Reagan y Margaret Thatcher, a principios de los 80. Algo debería darles que pensar que Reagan agotase sus dos mandatos y consiguiera que eligieran al lerdo de su sucesor George Bush padre por el único hecho de haber sido su vicepresidente, pues nada más había demostrado antes ni demostró después, y, de hecho, no fue reelegido a pesar de comandar una guerra victoriosa, cosa que por allí gusta mucho. Por su lado, Thatcher fue desbancada del poder por una conjura en su propio partido, sin haber perdido unas elecciones.
Y si esos datos no les dan que pensar, deberían revisar su historia oficial, que dice que la gente común no ha hecho más que perder desde los 80 lo cual es cierto , pero obvian que en Estados Unidos los reformistas han conseguido en esas fechas cuatro mandatos (dos de Clinton y dos de Obama) y en Gran Bretaña el laborismo de Blair derrotó a John Major y tras él vino Gordon Brown.
Con los neoliberales tengo el mismo problema que con los neonazis, no consigo distinguir lo nuevo de lo clásico. Pero a diferencia de estos, que todo el mundo menos ellos mismos coincide en que tanto la versión nueva como la clásica son repugnantes, la izquierda de verdad, la que sale en la prensa, contrapone el viejo liberalismo que sería bueno, o al menos respetable , frente al neoliberalismo, que es el caldero en el que cuecen todos nuestros males.
Sea como fuere, la idea es que desalojando al neoliberalismo del poder se puede enderezar el rumbo con algunos retoques. El problema es que el alcance de los retoques lo calibran los ideólogos, y estos no están dispuestos a aflojar mucho.
¿Cuál es el límite del reformismo? Hoy parece de corto alcance. Zapatero se sumió en sus experimentos disparatados pero a la hora de la verdad, cuando le llamó al orden el hermano mayor, cortó por lo sano sin remordimientos, “cueste lo que cueste y me cueste lo que me cueste”. Ahora se cumplen cinco años.
Para calibrar la tolerancia de los antes llamados “poderes fácticos” hacia los esfuerzos reformistas tenemos un ejemplo histórico.

Salvador Allende llegó al poder en Chile a finales de 1970[3]. Tenía un programa reformista bastante avanzado y trató de ponerlo en práctica vendiéndose lo justo. Para adivinar el comienzo de lo que pasó, basta mirar hoy a Grecia: primero hubo un boicot económico dirigido desde fuera, con el gobierno estadounidense presionando para que no se concedieran créditos a Chile, como hace hoy la Unión Europea. Pero no sirvió, así que empezaron las maniobras desde dentro, con actos tan incoherentes como que la patronal del transporte decretase la huelga contra sí misma. Eran intentos de estrangulamiento en toda regla, aunque no funcionaron porque, pese a las incomodidades evidentes, aún había mucha gente que conservaba su fe en el proyecto.
Estas agresiones económicas, aunque sucias, eran legales al menos en apariencia , pero pronto siguieron las ilegales. Se alentó, financió y protegió a la ultraderecha, alguno de cuyos grupos de ideología abiertamente nazi , dio rienda suelta a la violencia, pero ni por esas conseguían derrocar al gobierno. Así que, como todo había fallado, llegó el golpe militar, preparado y financiado por el gobierno estadounidense, y Allende prefirió morir a rendirse y se suicidó con la máxima dignidad[4].
El entonces Asesor de Seguridad de Estados Unidos y Secretario de Estado apenas dos semanas después del golpe, seguramente como recompensa por su labor , el infame Henry Kissinger, dijo que no veía razón por la cual se le debiera permitir a Chile “hacerse marxista” (lo que Allende, por cierto, no era), meramente por “la irresponsabilidad de su gente”[5].
Es de suponer que hoy con una economía absolutamente internacionalizada y mercantilizada, donde prácticamente nada queda fuera del alcance de la compraventa , con el sabotaje económico externo e interno debería ser suficiente para doblegar a Grecia. En cualquier caso, si fallasen las buenas maneras y hubiera que recurrir a las armas, a los griegos no les sonaría tan lejano. Mientras Allende trataba de independizar a Chile en todos los sentidos, los griegos sufrían la “Dictadura de los Coroneles”, que había empezado en 1967 y acabó al año siguiente.




[1] Acepciones décima y undécima de la edición del 2001, respectivamente. Para los que somos asamblearios, “asamblea parlamentaria” suena parecido a “alcohólico abstemio” o “creyente ateo”.
[2] Sobre el dogma del crecimiento al 3% se ocupa agudamente David Harvey: The Enigma of Capital and the Crises of Capitalism. Profile Books, (Londres), 2011.
[3] Alguien dirá que esto es casi la Prehistoria, pero el año pasado lamentábamos el tricentenario de la rendición de Barcelona como si fuera un asunto de rabiosa actualidad.
[4] Fue el 11 de setiembre de 1973. La carnicería del 2001 en Nueva York y Washington y, en nuestro ámbito, las coreografías radiotelevisadas del catalanismo, han sepultado esta infamia en el olvido.
[5] Christopher Hitchens: Juicio a Kissinger, inicio del capítulo V, traducción directa del original inglés por Juan Albornoz para el Centro Estudios “Miguel Enríquez” de Chile.