En la anterior entrada me ocupaba de la extraña
posición de la izquierda española respecto a los nacionalismos y separatismos
periféricos. Pues bien, más importante que la relación con el nacionalismo fue
la relación con parte de la Iglesia, pero esta se suele señalar mucho menos.
La defensa de la religión fue uno de los argumentos
de la sublevación contra la República. Los caídos del bando franquista lo
fueron “por Dios y por España”, por ese orden, y los historiadores suelen
llamar “nacional ― catolicismo” al régimen instaurado tras la guerra, aunque es cierto
que sus defensores jamás utilizaron esa expresión para nombrarlo.
Pero la iglesia que defendían ― y que a su
vez les legitimaba públicamente ―, ya era una reliquia durante la República, no
digamos en la posguerra. La Segunda Guerra Mundial hizo mucho daño a Dios.
Millones de cristianos se preguntaban cómo había podido permitir que sucedieran
Auschwitz, Hiroshima o Dresde y no les convencía ninguna respuesta. Añádase a
ello el obvio cambio de mentalidad que provoca dedicar unos años de tu juventud
a esquivar las balas que disparan los de enfrente mientras, por tu parte,
intentas con toda tu habilidad que dejen de respirar para siempre, y fueron
muchos millones de jóvenes europeos los que fueron al frente y aún más millones
de mujeres, niños y ancianos los que sufrieron las consecuencias de la guerra
en su propia casa[1].
Si a ello se añade, por poner un solo ejemplo, la difusión masiva en los años
siguientes de teorías y hallazgos científicos que iban empequeñeciendo el papel
de un dios creador, no es difícil llegar a la conclusión de que a finales de la
década de 1950 la iglesia católica tenía un grave problema enfrente. El papa
Juan XXIII, que era protector de pederastas pero no tonto, se dio cuenta y
trató de remediarlo convocando un concilio ecuménico que tenía la tarea de
poner la Iglesia al día, lo que se conoció entonces como el “aggiornamento”.
Pero Dios tenía otros planes y fue su sucesor, Pablo VI, el que llevó a término
el Concilio Vaticano II, a cuyo nombre estará siempre asociado.
El concilio supuso una sacudida para la iglesia
española ― probablemente la más atrasada de Europa occidental, después de la
portuguesa[2]
―, y procuró
visibilidad a fenómenos que ya se estaban cociendo, entre los que interesa
destacar a los “curas obreros” y las comunidades cristianas de base.
Los “curas obreros” eran los que ejercían la “opción
preferencial por los pobres”, como decían los teólogos de la liberación
americanos, y se apuntaban a trabajar de obreros para hacer apostolado entre
ellos sin colgar los hábitos (aunque al final la mayoría de ellos acabaran
abandonándolos para casarse). El más famoso fue José María Llanos, “el padre
Llanos”, por lo extremo de su giro ideológico: pasó de dirigir los ejercicios
espirituales de Franco a militar en el Partido Comunista de España tras sus
vivencias en el Pozo del Tío Raimundo, un suburbio de condiciones terribles.
Junto a ellos convivían los “curas rojos”, aquellos que trataban de conciliar
el cristianismo con el marxismo, el psicoanálisis, el existencialismo o
cualquier otra ideología que pareciera avanzada, como se decía entonces.
Uno de los ejemplos más curiosos fue Jesús Aguirre, futuro Duque de Alba, que
se especializó en casar a notorios izquierdistas (los entonces conocidos
como “progres”), entre ellos la propia Manuela Carmena[3].
A su vez surgieron por todo el territorio las
llamadas “comunidades cristianas de base”, agrupadas en torno a algunas
parroquias, que buscaban revivir el ambiente del cristianismo primitivo, aquel
que se suponía que Jesucristo había instaurado entre sus discípulos y que se
había desvirtuado en algún momento del camino, lo que en el fondo no dejaba de
ser un modo de expresar una discrepancia política vestida con un transfondo
religioso, como un extraño reflejo de actitudes de muchos siglos atrás[4].
Curas obreros, curas rojos y comunidades de base
tuvieron una influencia enorme en la izquierda de entonces, basta con pensar en
uno de los hechos más interesantes y desconocidos de la famosa Transición;
el movimiento huelguístico de Vitoria que acabó con la muerte de cinco obreros
el tres de marzo de 1976. Les disparó la policía al salir de una iglesia,
porque iglesias eran los lugares donde se celebraban las asambleas, cedidas por
curas rojos; una de las caras visibles del movimiento era Jesús Fernández
Naves, antiguo cura obrero, y quizá la mejor fuente directa de información
sobre aquel conflicto visto desde dentro sea la que recogía “el
secretariado social de la diócesis de Vitoria en una serie de cuadernillos
trabajados con la colaboración de las Comisiones representativas” (es decir, los
propios huelguistas)[5].
Se respiraba iglesia por todos lados, aunque no fuera la parte alta de la
jerarquía. Hasta sus enemigos explotaron la circunstancia, pese a la
contradicción evidente que suponía que creyentes atacaran a creyentes por el
hecho de serlo. Una de las hojas de contrapropaganda que circulaban entonces,
mostraba a Fernández Naves vestido de cura (aunque hacía años que no lo era) y
a una tal Sor María del Carmen Landaluce (Médico) vestida de monja con
un hábito remendado, que cuelgan un cartel en una iglesia que dice: “Se alquila
para huelgas. Los bautizos en Sindicatos”, mientras el reverendo padre don
Jesús Fernández Naves piensa: “Ya estarán contentos en Moscú”[6].
Así que cuando el 12 de octubre pasado Ada Colau
condenó la celebración del genocidio, mi imaginación calenturienta me recordó
esa influencia tan clara de una parte de la mentalidad cristiana en las
creencias de estos izquierdistas, tan nuevos y tan arcaicos a la vez[7].
Para que se entienda lo que quiero decir, no me resisto a transcribir una cita
que para mí encierra las claves ideológicas de lo que era el cristianismo
primitivo, aunque ya tenga tres siglos a sus espaldas: “Por lo que respecta a
la moral de Jesús Cristo, si se distingue la que le era propia de la que tenía
en común con los filósofos, se encontrará que la primera tiene dos defectos
considerables. Uno, que exige de los hombres cosas absolutamente imposibles y
contra su naturaleza, como la obligación de odiarse a sí mismo, amar a los
enemigos, no ofrecer resistencia a los malvados, etc. El otro es que parece
haber sido imaginada con el objeto de mantener una tropa de miserables y de
vagabundos, como lo fueron sus apóstoles y sus discípulos. ¿Acaso esa moral no
está llena de imprecaciones contra la insensibilidad de los ricos? ¿No
encontramos en ella lecciones que enseñan a vivir a costa de los demás? Se
encuentran allí formularios de bendiciones para las ciudades, los pueblos, las
aldeas, las casas y las personas que dieron una buena acogida a sus seguidores,
y maldiciones contra los lugares que no quisieron recibirlos”[8].
Por supuesto, cuando el Cristianismo se convirtió en la religión oficial de
Roma esta teología de pedigüeños fue sustituida por otra que consideraba que el
poder era una bendición que Dios derramaba sobre sus elegidos. No hay que ser
un lince para ver la analogía que movía a las comunidades cristianas de base de
los sesenta.
Comenzaré por la segunda parte. Según una fuente
hostil[9],
el Observatori DESC, del que procede el núcleo de Barcelona en Comú (Colau,
Pisarello, Asens, Pin...), recibió 3’8 millones de euros de subvenciones
públicas entre 2008 y 2014 y especifica que en 2014 ― un año flojo ―, de los 444.309 € que les tocaron, dedicaron
182.144 a gastos de personal y 84.111 a pagar asesorías externas. Puede que yo
sea de otra época, pero no creo que sean estos suplicantes los que nos lleven a
la emancipación, como dice la famosa canción. Espero ocuparme despacio sobre
ello algún día, pero si Felipe González pasa a la historia por algún motivo
debería ser por el arte con el que utilizó las subvenciones para desmantelar
cualquier atisbo de protesta. Fue muchísimo más eficaz que veinte pelotones de
antidisturbios con carta blanca.
La primera es obvia hasta para alguien tan
antipatriota como yo: las culpas son imborrables, nunca caducan, es un pecado
original que no se lava ni con el bautismo. Es lo que llamo la “Doctrina
Colau”: si perteneces a la estirpe equivocada, tu responsabilidad heredada te
acompañará siempre, aunque puedes mejorarla haciendo autocrítica pública por ti
y por todos tus antepasados, aunque maldita la cosa que tuvieran que ver en
ello[10].
Pero claro, en la responsabilidad también hay grados. Gerardo Pisarello, el
teniente de alcalde de Ada Colau, está libre de pecado, pese a que si no se
hubiera producido el genocidio previo, jamás hubieran podido ir sus antepasados
a Argentina a colaborar en la expoliación de las riquezas indígenas. A
diferencia de los míos, que se quedaron en su casa.
[1] Este
hecho, que no se suele citar, puede ayudar a explicar la enorme diferencia de
población creyente que hay entre Europa y los Estados Unidos.
[2] Los ultras
del Régimen nunca perdonaron a Pablo VI, al que consideraron personalmente
responsable de lo que vino después. En diciembre de 1970 ― a cuenta de que el Papa pidió
clemencia para los condenados a muerte del Proceso de Burgos ―, la revista ¿Qué pasa?
escribía: “Para nosotros el Papa, en cuanto representante de Jesucristo, es
anterior y superior a España, a la patria, a Franco, a todas las naciones y a
todo lo humano. Pero el Papa en cuanto a no representante de Jesucristo, en
cuanto a representante de su propia personalidad privada, en cuanto a
representante de intereses puramente humanos, en cuanto a Montini, es cuasi
infinitamente inferior a España, la patria y a Franco como cabeza de la
nación”. (Reproducido en Fernando Díaz ― Plaja: La España franquista
en sus documentos (La posguerra española en sus documentos), Plaza y Janés,
Barcelona, 1976, p. 500).
[3] Jesús
Aguirre es el hilo conductor del imprescindible libro de Gregorio Morán: El
cura y los mandarines. Historia no oficial del bosque de los letrados (1962 ― 1996),
Akal. Madrid, 2014.
[4] Un
estudio clásico sobre las herejías medievales como expresiones políticas es el
de Norman Cohn: En pos del milenio, recientemente reeditado por las
riojanas Pepitas de Calabaza. Para quien prefiera la ficción es muy
recomendable Q, escrito por Luther Blissett, que es un seudónimo
colectivo que ahora firma como Wu Ming.
[5] Según
los describe Gasteiz: Vitoria. De la huelga a la matanza, Ruedo Ibérico,
s. l., 1976, p. 31. En el libro ocupan de la página 31 a la 85, pese a que
treinta y dos años después un historiador pretenda haberlos descubierto (Iñigo
González Inchaurraga: Vitoria, 3 de marzo. Un conflicto transicional,
Ediciones García , S. L., s. l. 2008). Claro que este librito cita fuera de
contexto, altera las citas a su capricho y contiene alguna falta de ortografía
que hace daño a la vista.
[6] La
describo como aparece en el libro de Antonio Rivera y Santiago de Pablo: Profetas
del pasado. La conformación de una cultura política III. Las derechas en Álava,
Ikusager, Vitoria, 2014, ilustración 112. La imagen es tan pequeña y borrosa
que mis pobres medios digitales no me permiten reproducirla con claridad.
Confieso que ignoro todo sobre María del Carmen Landaluce.
[7] Sin
querer entrar en lo ridículo que resulta ― en términos históricos ―, describir un proceso que
comenzó hace quinientos años y duró más de trescientos, con un concepto acuñado
en el siglo XX. Si tuviera algo de formación política sabría aquello de que
cada sociedad solo se plantea los problemas que puede resolver, pero supongo
que una idea así le provocará dolor de cabeza.
[8] Anónimo
clandestino del siglo XVIII: Tratado de los tres impostores. Moisés, Jesús
Cristo, Mahoma. El Cuenco de Plata, Buenos Aires, 2006, p. 114.
[9] “L’escandol
esquitxa l’Observatori DESC/ICV – EUiA/Barcelona en Comú”, directe!cat,
18/05/15. Este es un medio que no oculta su ideología, su lema es El digital
dels que votaran #SíSí.
[10] Es
justo reconocer que el germen de esta
idea aparece en un contexto diferente en un pequeño libro ― tanto en tamaño como en
profundidad ―, de Emilio Lopez Adan “Beltza”: Terrorismo y violencia
revolucionaria. Likiniano Elkartea, Bilbao, 1998, pp. 40ss. (El autor firma
así, sin tildes. Supongo que es un intento de euskaldunización sobre
unos apellidos imposibles). Ya dice Lázaro de Tormes que no hay libro por
malo que sea, que no tenga alguna cosa buena, sin olvidar que Dios escribe
derecho con renglones torcidos...
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