viernes, 8 de septiembre de 2017

UN ASUNTO SIN IMPORTANCIA




Si tuviera que elegir entre una de mis pasiones me quedaría con la música sin dudarlo. Me encantan los discos y tengo una buena colección, pero lo cierto es que una interpretación en directo produce una sensación irrepetible. La paradoja aparente es que genera ciertos recuerdos en forma de sensaciones que quedan ahí anclados para siempre de forma tan firme como la que reproducen eternamente las grabaciones.
Cuando vivía en una ciudad pequeña me mataba leer crónicas de conciertos a los que no había podido asistir por falta de tiempo o dinero (generalmente lo segundo) que yo suponía inolvidables, narrados por un crítico musical que parecía haber sido secuestrado de su casa en lo mejor de un coito y haber sido conducido allí a punta de pistola.
Así que cuando vine a vivir a una ciudad grande y descubrí que no tenía que hacer nada para ir a conciertos porque los conciertos venían a mí, no podía creerlo. Ya no había que añadir al precio un desplazamiento en uno o varios medios de transporte y una noche de hotel. Porque la entrada siempre había sido asequible, el problema eran los gastos extra y, como por arte de magia, esos gastos extra se habían reducido a dos viajes de la tarjeta de metro.
Aún así, empecé con moderación. No traté de quitarme de un golpe el hambre atrasada. Si mi artista favorito actuaba tres veces en la temporada elegía una de las tres, la que mejor me pareciese. Tenía un cierto pudor que no soy capaz de explicar[1]...
En esa época de conciertos racionados había dos momentos que se repetían invariablemente. Uno, que realmente es inadecuado calificar de momento por su duración, era la excitación nerviosa. Cuando menos, iba del despertar al instante en que ocupaba mi localidad. A veces, con diversos grados, podía ocuparme toda la semana. El otro se producía durante el concierto. Llegaba a introducirme tanto en la música que me abandonaba hasta el punto de sentirme dentro de la época como si fuera un noble mantuano sentado en un sillón forrado de terciopelo asistiendo al primer ensayo operístico digno de tal nombre, o el mismísimo Luis XIV escuchando una música a la que él no pudo prestar mucha atención en su momento porque bastante ocupado estaría intentando recordar sus entradas y pasos de baile[2]. La gente de mi edad recordará aquella historia del “viaje astral”, cuando uno podía abandonar su cuerpo, verse a sí mismo tumbado en la cama y viajar libremente como diablo cojuelo, metiendo las narices en la casa que le apeteciese[3].
De modo que solo fue un movimiento natural  pasar de elegir entre tanta propuesta interesante a descartar de entre la amplia oferta lo poco que iba a perdonar.
A partir de ahí se creó un ritual. Los conciertos a los que yo voy carecen de amplificación eléctrica, por lo que es muy importante seleccionar una buena ubicación del asiento antes de comprarlo. Si voy a ver a un solo intérprete que toca un instrumento de poco volumen sonoro, mejor cuanto más cerca. Si el programa consiste en una misa a 53 voces con bajo continuo, entre ellas diez trompetas naturales cuyo sonido se proyecta casi hasta el infinito, lo mejor sin duda es sentarse en el primer anfiteatro y aún así la música sonará tan intensa que te puede dejar aturdido. Agradablemente aturdido, eso sí. Suelo diferir el momento de la elección, hasta un día en el que me siento con el estado de ánimo suficiente como para elegir todas las ubicaciones de la temporada de una sentada, y hoy era el día.
Cuando empecé a comprar entradas, hace ya una década, era muy sencillo. Entraba en la página de Internet, elegía mis asientos y la propia página me desviaba a una ventana más segura donde introducía los números de mi tarjeta. Hecha la compra, imprimía las entradas y se acabó. Pero hace unos años, no muchos, acabada la elección, no pude culminar el proceso porque me exigían introducir un código que mi banco me había enviado al móvil en un sms pero en el móvil no había nada. Tuve que quedarme con las ganas y confiar en que al día siguiente, después de ir al banco a pedir explicaciones, me encontrara en el mismo estado de gracia para elegir como en el que me había hallado en ese momento.
Entonces había un señor en mi sucursal con el que me entendía muy bien. Por supuesto, desapareció de un día para otro. Espero que fuera por jubilación y no porque le hayan sustituido por uno de esos estúpidos jóvenes encorbatados que han tomado la oficina por asalto, esos que piensan que teclear a la velocidad del rayo con faltas de ortografía significa trabajar bien. Cuando le comenté el problema me dijo que era porque no tenían registrado mi número de teléfono y le hice notar que cada dos por tres me llamaban al móvil comerciales del banco de a tanto la pieza a ofrecerme cosas que yo ya sabía que existían y que si no las había contratado era evidente que no me interesaban. Se encogió de hombros, señaló con la cabeza hacia la oficina del director (un gilipollas de manual que podía ser su hijo) y me dijo “ya sabes”[4]. De forma que registré “oficialmente” mi número que todos los departamentos del banco ya conocían para intentar venderme basuras varias y a partir de ahí pude empezar a comprar por Internet.
Pues bien, hoy era el día elegido para sumergirme en la compra de entradas y cuando he llegado al fin, me envían el código por teléfono, lo introduzco y aparece una ventana que dice que mi banco no aprueba la transacción. Vuelvo a probar, no sea que se me haya ido el dedo y me haya equivocado al introducir el código. Misma respuesta.
Mi banco tiene un número de teléfono específico para resolver problemas relacionados con la tarjeta. Es un 902, lo que quiere decir que pese a que tengo contratada una tarifa telefónica plana, ese número se cobra aparte, pero no me ha importado pagar la llamada si a cambio me resolvían el problema.
Llamo y me atiende una máquina estúpida (o mejor, programada por un estúpido) que “no me entiende” y me transfiere a un operador, en este caso hembra. La chica me atiende con un tono de voz absolutamente robótico. No soy ajeno al hecho de que las llamadas se graban, de hecho me han avisado de ello, pero aún así sería difícil encontrar una voz más desprovista de vida. Me pide mi número de DNI y una vez que lo tiene, mi nombre y apellidos. Inmediatamente me pregunta por mi problema y me explica que ella no puede acceder a mis datos porque me falta nosequé mierda multicanal. Para conseguirla debo entrar en la página del banco, dar aún más datos de los que ya tienen de mí y una vez hecho eso, puedo volver a llamarles, que me ayudarán con todo su ánimo[5]. Yo ya estoy harto, no pienso hacerlo, voy a ir a la taquilla a comprarlas como si viviera hace decenios, y si no me permiten pagarlas con la tarjeta me acercaré a la sucursal y sacaré el dinero en billetes, pero más allá de mi pequeña peripecia, hay dos cosas que me han llamado la atención. Habrá a quien le parezcan menores, pero a mí me han dejado rascándome la cabeza. Un banco que ha estado años incitándome a gastar más dinero del que ganaba y ofreciéndome créditos a intereses irresistibles, ¿ahora me impide hacer un gasto completamente asumible sin que sufran mucho mis pobres finanzas?
En cuanto a los robots... ¿no son conscientes de que están luchando con toda firmeza contra su propio puesto de trabajo? Si la condición previa para que les vuelva a llamar es solucionar yo mismo el problema, ¿para qué sirven ellos? Ya he sufrido varios casos, entre ellos el de un director de una oficina central, que defienden alegremente la decisión de ponerse una soga alrededor de su propio cuello. Supongo que piensan que a la hora de la verdad echarán a todos menos a ellos. Exactamente lo mismo que piensa el resto del rebaño.
Robot es una palabra que procede del checo. Significa una prestación en trabajo que el siervo debía a su señor. En castellano se conoce como corvea, aunque la palabra medieval más difundida era serna. En este caso añade un matiz, el de la autodestrucción. Los señores medievales, en teoría tan bárbaros, eran suficientemente inteligentes como para no encomendar una tarea a sus siervos que acabase con ellos pero hoy en día, los señores que han pasado por prestigiosas escuelas de marketing (que literalmente significa “mercadeo”) no se paran a pensar en esas minucias. Y los siervos ya ni decir, cavan su tumba cantando...





[1] Porque carece de lógica, claro está...
[2] Disfrazado de Sol, por supuesto, que de ahí le viene el nombre, no de que se considerase el centro del universo, como tan equivocadamente se ha dicho tantas veces.
[3] Todo el mundo conocía a alguien que lo había conseguido pero no era persona accesible, siempre era “un amigo de un amigo”. En inglés, que es un idioma muy dado a los acrónimos, lo abrevian FOAF, friend of a friend, que significa exactamente lo mismo pero ahorra espacio.
[4] Hay una clase de energúmenos que se hacen llamar liberales que hablan de “la brutal ineficiencia del estado” frente a las virtudes de la empresa privada. Los viejos son todos funcionarios, pero esa es otra historia...
[5] Recordaba tanto aquel viejo chiste del vago al que le ofrecían un trabajo en el que solo le pedían ir a cobrar el día uno y respondía: “¿y no puede venir mi hermano?”.

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